Había una vez una niña que quiso ser grande. Una adulta que quiso ser pequeña. Y un montón de burbujas de jabón.
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La adulta soñaba con cada burbuja. Las veía elevarse e imaginaba mil destinos y aventuras en sus viajes. Admiraba la belleza de sus reflejos mientras se elevaban etéreas y frágiles, hacia el cielo.
La niña las perseguía y las hacía explotar. Estaba cansada de sueños infantiles, de juegos vacíos. Vacíos como las pompas que reventaba. ¿Qué sentido tenían? Eran el entretenimiento de los niños, y ella no era ninguna niña a la que se le pudiera engañar con falsas ilusiones, con hermosas esferas que desaparecían al mínimo bache.
Lo que una intentaba conservar a toda costa, la otra lo destruía.
A veces damos mucha importancia a burbujas bonitas, pero volátiles y huecas. Otras desconfiamos de las cosas bellas por miedo a que se desvanezcan.
Pero hay pompas que duran un poco más. Que llegan al infinito.
Y si no las hay...no importa, porque niña y adulta viven en un mundo de burbujas de jabón, de miles y miles de pompas.
Para ilusionarse... o para hacer estallar.
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